A sus ochenta y nueve años
con sonrisa de niña, con paz e inocencia,
aún nos acaricia con su dulce mirada.
Postrada en esa cama nos observa
y graba en su memoria los rostros y sonidos,
con las manos inquietas ella hace diminutos
dobleces a la manta, como guardando lento
los últimos momentos que vive en su familia.
Me acerco hasta su cara
para verme en sus ojos sin encontrar mi imagen,
porque ella me muestra, en sus grandes pupilas,
ese túnel oscuro que ya la está aguardando.
Un estremecimiento me recorre la espalda
al sentir nuevamente a la muerte en espera.
Me regreso a sus pies
y dandoles masaje les quise devolver
el calor que perdieron.
No sé por qué la vida me pone en el camino
personas entrañables que se están despidiendo,
caminan a ese abismo tan profundo
al final de su viaje.
con sonrisa de niña, con paz e inocencia,
aún nos acaricia con su dulce mirada.
Postrada en esa cama nos observa
y graba en su memoria los rostros y sonidos,
con las manos inquietas ella hace diminutos
dobleces a la manta, como guardando lento
los últimos momentos que vive en su familia.
Me acerco hasta su cara
para verme en sus ojos sin encontrar mi imagen,
porque ella me muestra, en sus grandes pupilas,
ese túnel oscuro que ya la está aguardando.
Un estremecimiento me recorre la espalda
al sentir nuevamente a la muerte en espera.
Me regreso a sus pies
y dandoles masaje les quise devolver
el calor que perdieron.
No sé por qué la vida me pone en el camino
personas entrañables que se están despidiendo,
caminan a ese abismo tan profundo
al final de su viaje.
J.Eugenia Diaz M.